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En la actualidad los ámbitos científicos que estudian el sistema solar aceptan la existencia de rocas de diversos tamaños que orbitan alrededor del Sol. También se reconoce la posibilidad de que estos astros puedan impactar contra alguno de los planetas que forman parte de nuestro vecindario cósmico, incluida la Tierra. Pero es importante recordar que la certeza acerca de la existencia de material rocoso externo a la Tierra no convenció a la ciencia moderna inmediatamente.
La primitiva astronomía occidental sostenía que el cielo era perfecto e inmutable. Para la comunidad científica de aquellos tiempos era impensable que en el espacio deambularan rocas. Menos aún que esas rocas pudiesen chocar contra la Tierra. En la Antigüedad, los bólidos que ingresaban a la Tierra eran considerados fenómenos atmosféricos.
Uno de los primeros antecedentes acerca del posible origen extraterrestre data de 1772. En aquel entonces el naturalista prusiano Peter Simon Pallas (1741 – 1811) realizó una expedición con el propósito de contactar a los tártaros. Durante el encuentro, Pallas advirtió que aquella comunidad conservaba en su poder una roca extraña, de unos 680 kilos, a la que consideraban un objeto de carácter sagrado. Al parecer, en el entendimiento de los tártaros, la pieza tenía un supuesto origen espacial. Pallas observó que la rara muestra se caracterizaba por poseer una alta composición metálica.
La “pieza sagrada” fue transportada a San Petersburgo, capital del Imperio Ruso, para su fraccionamiento. Y las muestras se enviaron a diferentes museos y academias.
Con posterioridad, el físico, músico e inventor de instrumentos nacido en Wittenberg, electorado de Sajonia (actual Alemania), Ernst Florens Friedrich Chladni (1756 – 1827), tomó contacto con algunas de los fragmentos enviados por Pallas con el objeto de analizar sus características físicas y químicas.
Fue así como Chladni llegó a la conclusión de que las muestras analizadas formaban parte de una roca proveniente del espacio; e incluso, escribió un libro en 1794 para defender su hipótesis. Sin embargo, la tesis de Chladni resultó controversial pues faltaban pruebas que respaldaran aquellas conclusiones.
Chladni además fue criticado desde un principio por basar sus hipótesis en las observaciones realizadas por otros testigos. Aquellas observaciones eran calificadas por el ámbito científico como «cuentos populares» y como ideas que contenían amplias libertades respecto de las leyes de la física aceptadas en aquella época.
Poco tiempo después de que Chladni publicara su libro de 63 páginas, Ernst Florens Friedrich Chladni (1756 – 1827) and the origins of modern meteorite research, ocurrió un hecho inédito. Cerca de la Academia de Siena, en Italia, cayeron rocas del cielo. El acontecimiento fue atestiguado por residentes locales. Desde la comunidad científica se brindaron diversas interpretaciones para intentar explicar aquel hecho. Algunos científicos lo asociaron con la caída de un rayo. Otros le atribuyeron a las rocas un origen lunar resultado de erupciones de volcanes supuestamente presentes en la superficie de la Luna. Finalmente se pensó que tales rocas podrían haber sido arrojadas por erupciones ocasionadas por el imponente volcán Vesubio.
A pesar de aquellos antecedentes, la comunidad científica se mantenía incrédula respecto del origen plenamente cósmico de los meteoritos. Incluso pese a otra serie de ejemplos concretos. Uno de ellos el destacado meteorito de Wold Cottage visto por varios testigos en el momento de su caída el 13 de diciembre de 1795 en Yorkshire del Este (Reino Unido).
Algunos testigos vieron caer el meteorito en las cercanías de un campo de propiedad del deportista, soldado y periodista Edward Topham, quien se encargó de recopilar testimonios de otras personas que habrían presenciado dicho fenómeno.
Entre los acontecimientos que finalmente facilitarían la aceptación del origen espacial de los meteoritos por parte de la comunidad científica están las iniciativas del coleccionista de minerales y minerólogo francés, el conde Jacques-Louise de Bourbon (1751–1825) junto al químico inglés Edward Charles Howard (1774-1816). Ambos analizaron la composición química de varias muestras rocosas, incluido el meteorito llamado Mesón de Fierro, hallado en la provincia argentina de Santiago del Estero. De dichos análisis se concluyó que la proporción de níquel era mucho mayor de lo existente en la superficie terrestre.
Finalmente, un último antecedente se produciría en Francia en el año 1803. Se rumoreaba acerca del hallazgo de unas extrañas rocas a unos 140 kilómetros al noreste de París. Varios testigos afirmaban con certeza que las rocas habrían provenido del cielo y caído en la ciudad de L’Aigle en los primeros días de julio de 1803.
Jean-Baptiste Biot, un joven científico francés nacido en 1774, que en 1797 ya era profesor universitario, mayormente, en el Collège de France, es enviado en 1803 a L’Aigle para armar un informe sobre aquellas rocas que habían caían del cielo.
Después de realizar varias entrevistas, recorrer pueblos y determinar las características de la geología del lugar, Biot regresó a París con una reconstrucción del suceso. Con un informe en el que detallaba la aparición de un meteoro y la caída posterior de unas 3 000 rocas más.
La tesis de Biot se basó en el hecho de que no existían en la región muestras de rocas que se parecieran a las que se habían hallado. Asimismo, los relatos acerca de una lluvia de piedras lanzadas por el meteoro en el momento de la caída era el mismo tanto si el testimonio provenía de profesionales de distintas disciplinas, intereses, estatus sociales y religiones. Biot había llegado a la conclusión de que las rocas eran de origen extraterrestre.
Fuente bibliográfica
- Villaver, E. (2019). Las mil caras de la luna. HarperCollins Ibérica.