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9 minutos de lectura
Por Eduardo Wolovelsky
Tras el regreso de la Corbeta Uruguay con los náufragos de la expedición antártica de Otto Nordenskjöld, entre los que se encontraba el argentino José María Sobral, el gobierno de Julio Argentino Roca adquiere la estación meteorológica de las islas Orcadas para transformarla en una base permanente que, al día de hoy, es la más antigua del continente blanco.

Extraños

Los había observado con cuidado y sin embargo creyó que eran animales, tal vez una forma peculiar de pingüino. Más tarde, cuando los perfiles de las sorprendentes figuras le revelaron la presencia de hombres sin rostro, una ligera extrañeza se apoderó de su imaginación.

Aquellos personajes mostraban una humanidad que era a la vez sorprendente y absurda. ¿Acaso eran viajantes que se habían transformado en fieras al sobrevivir a la mala fortuna de una desastrosa expedición?, o ¿eran naturales adaptados a subsistir en el hostil mundo blanco? Lo asaltó la idea de que pudiesen ser poco pacíficos y alistó su pistola Mauser, apreciada en aquellos tiempos por su dolorosa precisión para matar. Su cuerpo estaba tan rígido como su mirada.

El tiempo, fusionado a la fría quietud del paisaje polar, se había detenido.

Dos de aquellos bárbaros estaban a la par y al frente. En tanto el tercero se mantenía alejado, asido duramente a un trineo. De repente, y por el propio encantamiento de la palabra, el mundo antártico recuperó el movimiento. Reclamó un nuevo significado para el singular encuentro cuando uno de aquellos rudos personajes habló en un claro y preciso sueco para saludar:

–Nordenskjöld, god dag.

Sobral

¿Cómo decidir si lo hecho, o lo que se hará, debe ser imaginado como un acto heroico o como el reflejo de una sublime torpeza? Inoportuna pregunta para Otto Nordenkjöld sin haber sido siquiera enunciado como amenaza su viaje exploratorio a la Antártida.

Tras la muerte de Salomón Andrée no era posible ignorarla sin más. ¿No fue una imprudencia pretender llegar al Polo Norte en un globo aerostático? Lo intentó junto a Nils Strindberg y Knut Fraenkel, elevándose desde Spitzbergen el 11 de julio de 1897. Sin embargo, a los pocos días de iniciado el vuelo sólo quedaba el silencio porque todo contacto con el Águila –el gigantesco globo aerostático que debía llevarlos al polo– se había perdido. Como si el blanco mar del norte los hubiese devorado mostrando con dolorosa simpleza la hostilidad de un mundo frío que parece esforzarse por disipar la tenaz esperanza de los hombres.

Con la intangible sombra de la desaparición de sus tres compatriotas y con cierta reticencia entre quienes lo debían financiar, Nordenskjöld organizó su travesía pidiéndole colaboración al gobierno argentino para aprovisionarse en el puerto de Buenos Aires.

Julio Argentino Roca, entonces presidente de la Nación, accedió a los pedidos del explorador sueco pero le impuso una condición: que lleve un argentino para participar de los trabajos científicos que habrían de realizarse en la Antártida. De esta forma, el 21 de diciembre de 1901 el buque Antarctic al mando del capitán Carl Larsen abandonó las aguas del plata con rumbo final hacia el Círculo Polar Antártico. En su tripulación llevaba al joven alférez José María Sobral quien, en la inmensidad del mar y en la soledad de los hielos, estaría obligado a entender un idioma que desconocía. Y a guardar las palabras del suyo porque los demás no lo comprendían.

La primera invernada de 1902

El 12 de febrero de 1902, seis hombres de la tripulación del Antarctic desembarcaron en Cerro Nevado, una isla cercana a la Península Antártica. La idea era permanecer allí durante un año haciendo mediciones meteorológicas y magnéticas. E intentando desentrañar la historia geológica del lugar. Entre ellos se encontraba Sobral quien compartiría con el jefe de la expedición, Otto Nordenskjöld, un pequeño espacio asignado como dormitorio en una cabaña que habían traído desde Suecia. Sobral conmovido por las tierras australes describía así, la debilidad del sol en los duros parajes antárticos:

… muy lindo brilló el sol con todo el esplendor de que es capaz en ese tiempo y en estas regiones y se redujo a describir un pequeño círculo al norte; es un sol sin calor, que sólo sirve de ornamento a la bóveda celeste y a este helado desierto y que nos mira sonriente, llena su cara de ironía y lo mejor que nos da es el recuerdo de que ese mismo sol, allá en el norte, da la vida (…)

El paso del tiempo en el mundo polar es distinto al que transcurre en el tormentoso movimiento de las ciudades. Hay que saber esperar, ser paciente, el retraso no significa descortesía, ni abandono. El hielo puede dificultar el paso y provocar una tardanza mayor a la esperada. Cuando el Antarctic, que debía rescatarlos en septiembre de 1902 no mostró su silueta en Cerro Nevado, nadie se preocupó, ya vendría. Pasaron los meses y llegó el año nuevo. Aún era verano y podían esperar confiados en que el barco habría de arribar a pesar de las dificultades que le imponía el mar helado.

José María Sobral como miembro de la tripulación de Otto Nordenskjöld (Abajo a la derecha).

José María Sobral como miembro de la tripulación de Otto Nordenskjöld (Abajo a la derecha).

Segunda invernada

El buque jamás llegó. Nordenskjöld y sus hombres debían prepararse para pasar otro invierno entre los hielos antárticos. Para ese momento, Sobral ya había aprendido suficiente sueco y estaría un poco menos aislado, a pesar de la nieve, de las ventiscas y de las temperaturas bajo cero. 

Los obstáculos que el mar de Weddell le imponía a la navegación impidieron que, en aquel verano de 1902, el Antarctic rescatase a los expedicionarios en Cerro Nevado. Por ello el capitán Larsen optó por desembarcar en Bahía Esperanza al geólogo Andersson, al teniente Duse y al marinero Grunden. El objetivo era que alcanzaran por tierra al grupo en el que se encontraba Sobral y llevarlos hasta un nuevo punto de encuentro en el que podrían abordar el barco.

Tras un breve recorrido, a los tres hombres les fue imposible atravesar el canal Príncipe Gustavo por lo que decidieron regresar a Bahía Esperanza para embarcar nuevamente en el Antarctic. Sin embargo, la suerte estaba en su contra. El buque, que se había alejado intentando llegar a las cercanías del grupo asentado en Cerro Nevado, fue atrapado por el hielo y se hundió.

Atrapados en la península antártica

Los tres tripulantes del equipo de rescate estaban ahora aislados, con pocos víveres, sin refugio y con la amenaza del invierno sobre sus cuerpos. Armaron una cabaña con piedras para resguardar la carpa que colocaron adentro. Comerían carne de foca y pingüino y su grasa les serviría de combustible para calentarse y derretir el hielo para obtener agua.

El invierno iba dejando marcas en sus rostros, en el pelo largo, en la enmarañada barba, y en la negrura del hollín que se les depositaba en la piel que apenas podían lavar durante los nueve meses que permanecieron aislados. Por fin, a comienzos de octubre, pudieron abandonar su refugio para ir nuevamente a la búsqueda del grupo de Cerro Nevado. Los encontraron, como cruel jugarreta de la historia, el día 12, cuando Nordenskjöld, como un imposible Colón, creyó ver “alguna raza afín a los trogloditas de Groenlandia” hasta que el mugriento Andersson reveló su identidad al saludarlo:

–Nordenskjöld, god dag.

Anderson, Duse y Grunder tras la obligada invernada.

Anderson, Duse y Grunder tras la obligada invernada.

Rescate

Un día más, otra indistinta jornada. El clima era el esperado y todos realizaban las mismas tareas que rutinariamente marcaban sus vidas. Como si estuviesen en un lugar común en el cual no es dado esperar que algo extraordinario vaya a suceder.

Hacía dos años que estaban aislados en tierras antárticas y la única posibilidad de escape no estaba en sus manos. Pero aquel 8 de noviembre de 1903 ocurrió algo distinto. Un hecho excepcional y tan sorpresivo que transformaría la ocasión en un momento único: alguien había visto personas que venían del Noroeste. Poco después no quedaban dudas. Un barco argentino, digno y añejo y a la vez reconstituido para navegar en aguas antárticas, había llegado para rescatar a los expedicionarios hablando una lengua que no era la propia, escribió sobre la llegada de la Corbeta Uruguay:

Fue un momento indescriptible, indefinible, yo lo he sentido pero no lo puedo referir; lo que puedo decir es que en esos momentos me sentí orgulloso de mi patria, me sentí orgulloso de ser compañero de esos que hasta allí fueron con la Uruguay, y si de mis labios no salió el más estruendoso hurra jamás oído por los hielos ni por los hombres, fue regocijo, para otros naturalmente implica mucho menos y cuando hay diferencia de sentimientos, la expresión de uno de ellos choca al otro. Yo no tengo la seguridad de que eso sucediera en el ánimo de mis compañeros, pero creo que es lo lógico y natural que pase (…). Yo sufriría lógicamente una decepción al recibir socorro de extranjeros esperándolo de los de mi país.

Sólo unas horas después ocurrió otro turbador suceso. El capitán Larsen y seis tripulantes sobrevivientes del hundimiento del Antarctic llegaron a Cerro Nevado. Habían pasado el invierno en la pequeña isla Paulet, donde aún aguardaban al resto de los marinos sobrevivientes.

Finalmente, y tras intensos preparativos para embalar todo el material, la Corbeta Uruguay partió con la intención de recoger al resto de los tripulantes y de despedir a Ole Wennersgaard, el único marino muerto durante la sorpresiva invernada en isla Paulet.

El regreso al continente americano fue accidentado porque la Uruguay debió sortear un duro temporal que la dañó significativamente; pero que de todas formas no impidió su conmovedor arribo, primero a Río Gallegos y más tarde al puerto de Buenos Aires.

Una accidentada y notable expedición había concluido con éxito, abriendo la imaginación de hombres y gobernantes hacia el mundo polar. Un año después, con la compra del observatorio en las islas Orcadas, la Argentina iniciaba su estancia permanente en suelo antártico.

La corbeta Uruguay  en los mares antárticos.

La corbeta Uruguay  en los mares antárticos.

Tierras distantes

El mundo de hoy es muy distinto de aquel en el que viviera Sobral. Los territorios parecen más cercanos, la aventura antártica de quienes llegan hoy al continente blanco es más segura, asistida con enormes buques rompehielos, con apoyo aéreo y con múltiples vías de comunicación.

¿Acaso la técnica ha hecho desaparecer la duda sobre la posible heroicidad o la probable torpeza de las aventuras que han de emprenderse? ¿Queda algún lugar para lo impredecible, para el sentido épico de la existencia?, ¿para el bello riesgo de no saber cómo serán exactamente las cosas? ¿Habrá en nuestra imaginación nuevas tierras distantes?

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