por Eduardo Wolovelsky
“Padre de la ciencia ficción”, “anticipador de inventos”, “futurólogo”: así se lo ha catalogado, con juicios tan simples como erróneos y persistentes. Al final de su vida, Jules Gabriel Verne (1828-1905) expresaba su desencanto a sabiendas de que su fama provenía de un malentendido sobre su obra: “Me siento el más desconocido de los hombres”.
Verne fue un constructor de relatos míticos que, en su trama y escritura, reflejan el drama de un mundo guiado por el progreso y la razón, pero también por el colonialismo y la falta de justicia. Sobre estas cuestiones reflexiona en su literatura. Sin dudas, fue un gran maestro de la geografía y del mundo natural. También fue un gran didacta. Pero no se detuvo allí. Más de un siglo y medio atrás –sus capítulos vieron la luz por entregas entre marzo de 1869 y junio del año siguiente en la revista francesa Magasin d’Éducation et de Récréation– se publicaba Veinte mil leguas de viaje submarino, novela en la que se dice que predijo el invento del submarino, aunque ya existía de forma rudimentaria. Sin embargo, el Nautilus no es solo un artefacto excepcional para surcar los mares ni un artilugio para predecir nuevos buques y navíos. Es también algo muy distinto: es la construcción de una sociedad diferente, una que soltó amarras para desligarse del resto de la humanidad que, de manera irredenta, seguirá con sus luchas opresivas y sus injusticias. Su mentor es el capitán Nemo, un hombre del cual sabremos (por otra novela) que fue un príncipe indio al cual el colonialismo inglés le asesinó a toda su familia. Por ello, Nemo es un justiciero misántropo que forja bajo las aguas su sueño utópico-tecnológico. Como toda utopía, la suya habrá de finalizar trágicamente. ¿Acaso Julio Verne, contrariamente a lo que se piensa, es un pesimista sobre la cuestión tecnológica? Al menos, no parece ser el ingenuo optimista que han pintado.
París en el siglo XX
El 13 de octubre de 1960, parte importante de la población parisiense se aglomeraba en las numerosas estaciones del ferrocarril metropolitano y, siguiendo las vías férreas, se dirigía a donde antaño estuvo el Campo de Marte.
Era el día en que se otorgaban los premios en la Sociedad General del Crédito Instructivo, inmenso establecimiento de educación pública. El excelentísimo señor ministro de Embellecimiento de París presidiría el acto solemne.
La Sociedad General de Crédito Instructivo respondía a la perfección a las tendencias industriales del siglo: lo que se conocía como Progreso hace cien años había experimentado un enorme desarrollo. El monopolio, ese nec plus ultra de la perfección, tenía en sus garras al país entero. Por doquier se multiplicaban, se fusionaban y se organizaban sociedades que hubieran asombrado a nuestros padres por sus resultados inesperados.
El dinero no escaseaba, aunque, por el momento, se encontraba ocioso desde que los ferrocarriles pasaron a manos privadas a las del Estado. Abundaba el capital y más aún los capitalistas en busca de operaciones financieras o negocios industriales.
No nos asombramos pues de lo que hubiera asombrado a un parisino del siglo XIX y, entre otras maravillas, de la creación del crédito instructivo. Esta sociedad funcionaba con éxito desde hacía 30 años bajo la dirección del barón Vercampin.
A base de multiplicar las sucursales de la Universidad, los institutos, los colegios, las escuelas primarias, los pensionados de la doctrina cristiana, los cursos preparatorios, los seminarios, las conferencias, las salas de asilo, los orfelinatos, cierto grado de instrucción había acabado por difundirse hasta las últimas capas del orden social. Aunque nadie leía ya, cuando menos todo el mundo sabía leer y hasta escribir. No había hijo de artesano ambicioso, de campesino desclasado que no aspirara a un puesto en la administración. La mentalidad funcionarial se desarrollaba en todas sus formas. Más adelante veremos la legión de empleados que marchaban al paso del gobierno, incluso militarmente¹.
Así comienza la novela París en el siglo XX. Este texto permaneció en las sombras hasta 1994, año en el que fue publicado. Escrito casi siglo y medio antes, Jules Hetzel, el editor de Verne, lo rechazó con las siguientes palabras:
Mi querido Verne, daría cualquier cosa por no tener que escribirle hoy. Ha emprendido una tarea imposible y no ha logrado llevarla a mejor término que quienes lo han precedido en asuntos análogos. Está a gran distancia, por debajo de Cinco semanas en globo. Si la lee dentro de un año va a estar de acuerdo conmigo. Es periodismo menor acerca de un asunto nada feliz.
No me esperaba una obra perfecta; ya le dije que sabía que estaba intentando lo imposible, pero esperaba algo mejor. No hay allí un solo asunto sobre el futuro que se resuelva ni una sola crítica que no se parezca a otra mil veces hecha. Me asombra que haya hecho usted con tanta urgencia y como empujado por un dios algo tan penoso, con tan poca vida […]
… Usted no está maduro para este libro, lo va a rehacer dentro de veinte años. Esta es la pena por envejecer el mundo en cien años para no estar por encima de aquello que corre hoy por las calles. En fin, esto es un fracaso, un fracaso y cien mil hombres me podrían decir lo contrario y los enviaría a todos a paseo².
Sin duda era un escrito muy diferente a Cinco semanas en globo. Si bien puede que Hetzel esté en lo cierto en su argumentación sobre las cualidades literarias, también puede que en su rechazo haya omitido que era el tono distópico de la obra lo que más le molestaba (aunque enuncia que la obra se adelanta algunas décadas a su tiempo), y que este tono era la razón por la que vislumbraba su seguro fracaso. En cualquier caso, en esta breve novela Verne deja en claro que él no era aquel ingenuo promotor de un desarrollo científico-tecnológico imaginado como una fuerza inmanente que no puede ser pensada. Era un escritor preocupado y reflexivo, en particular por la conflictiva idea de progreso que marcaba el pulso de su tiempo.
Si entendemos que una reflexión crítica sobre el devenir de lo tecnológico —no para negarlo ni para suponerlo destructivo a priori, sino para advertir sobre consecuencias y significados que preferimos ocultar— nos define como “pesimistas”, entonces Verne lo era. Es interesante considerar que aquellos que se presuponen optimistas porque imaginan que el desarrollo técnico es un bien por fuerza propia —y que cualquier intento de pensarlo es un acto reaccionario—, promueven posturas antitecnológicas en una cruel paradoja que no logran percibir. Lo que no intuyen es que esta visión tecnofílica, que pondría a Verne bajo sospecha, lleva en sus entrañas el germen de la tecnofobia, porque ambas son formas idénticas, son una misma realidad.
En su relato, Verne no niega la mejora científico-tecnológica, porque sabe que de ello se derivan enormes beneficios. Sin embargo, se sumerge en la crítica cuando ese progreso es defendido como fatalidad, como alguna forma del destino que la humanidad no puede ni debe evitar. Sabe que ello conlleva el naufragio de las artes, de las emociones y de los vínculos humanos. De hecho, el Ministerio, sede del poder y los ideales del París imaginado, no es el Ministerio de Cultura y no es el de las Artes: es un “Ministerio de Crédito Instructivo”, para el entrenamiento y no para la educación. Verne describe el inicio de tal “Ministerio” de la siguiente forma:
Eso fue lo que pensó en 1937 el barón de Vercampin, muy conocido por sus extensas empresas financieras. Tuvo la idea de fundar un inmenso colegio en el que pudieran crecer todas las ramas del árbol de la ciencia dejando al Estado por lo demás la tarea de enderezarlo, podarlo y limpiarlo según su gusto.
El barón fundió en un solo establecimiento los liceos de París y de la provincia, Saine-Barbe y Rollin y las distintas instituciones particulares. Centralizó la educación de toda Francia. El capital respondió a su llamada puesto que presentó el empeño como una operación industrial. La habilidad del barón era una garantía en materias de finanzas. El dinero acudió. La sociedad se fundó. Lanzó la empresa en 1937, bajo el reinado de Napoleón V. Se editaron cuarenta millones de ejemplares del prospecto publicitario. Al comienzo se leía
Sociedad General de Crédito Instructivo
Sociedad anónima constituida en virtud de acta en la notaría del señor Mocquardt y colega, notarios de París, el 6 de abril de 1937 y aprobada por decreto imperial de 19 de mayo de 1937.
Capital social: cien millones de francos, dividido en 100.000 acciones con un valor nominal unitario de 1000 francos […]
… En 1960 el crédito instructivo contaba con no menos de 155.342 alumnos a los que se enseñaba la ciencia por medios mecánicos.
Hemos de reconocer que el estudio de letras, de lenguas antiguas (comprendido el francés) casi había desaparecido; el latín y el griego eran lenguas no solo muertas sino enterradas; todavía subsistían algunas clases de letras, más por guardar las formas, mal organizadas, poco coordinadas y menos consideradas. Los diccionarios, los vocabularios poéticos, las gramáticas, las selecciones de temas y versiones, los autores clásicos, toda la librería de los de Viris, los Quinto-Curcios, los Salusitios, los Tito-Livios, se pudrían tranquilamente en los anaqueles de la antigua casa Hachette, pero los prontuarios de matemáticas, los tratados de geometría descriptiva, de mecánica, de física, de química, la astronomía, los cursos de industria práctica, de comercio, de finanzas, de artes industriales, todo lo relativo a las tendencias especulativas del día se publicaba a miles de ejemplares³.
Entre la pesadilla y el nirvana
En muchos aspectos instrumentales, el mundo actual es muy distinto al que describiera Verne. Sin embargo, de su texto emerge una severa advertencia sobre nuestro presente, sobre los sueños e ideales que los artificios técnicos engendran y nutren. Como sucede en su novela, los “números” y los «datos» se imponen hoy como símbolos y formas del poder. La lengua y el pensamiento reflexionante no pocas veces se presuponen estériles para la vida activa. Guiados por los macrodatos, los profetas contemporáneos nos prometen el nirvana de la analgesia, el fin de las angustias y la “felicidad” de la eternidad transhumanista. Por ello, el pesimismo verniano es relevante, porque nos advierte sobre los peligros de estos sueños y sobre lo rápido que podrían convertirse en cenagosas pesadillas. Su pesimismo no es la otra cara de su optimismo, ambos son parte de una misma realidad, solo que tuvo que ocultar uno debajo del otro dado que el espíritu de su época, teñido por la extensa idea de un inevitable progreso social gracias a la mano visible de la ciencia y la tecnología, no le habrían permitido otra cosa.
De haberse publicado en el momento en la que fue escrita, París en el siglo XX habría sido una de las primeras novelas distópicas modernas. Pero, tal como le comentó Hetzel, su fracaso era inevitable porque estaba adelantada un siglo y casi con toda certeza hubiese significado un temprano final para su autor. El género distópico, aunque con antecedentes, vio su primera gran obra tras la tragedia de la Primera Guerra Mundial, en 1921, con la publicación de Nosotros de Yevgueni Zamyatin. La continuaron escritos tan importantes como Un mundo feliz de Aldous Huxley, 1984 de George Orwell y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Ninguna de estas obras posee un carácter nihilista ni anticientífico ni antitecnológico: son una señalización sobre determinadas derivas sociales posibles en función de los poderes simbólicos o instrumentales que ciertos conocimientos científicos y desarrollos tecnológicos harían posibles.
Las dos “caras” de Julio Verne son significativas. La del “padre” de la ciencia ficción, el que ve futuros tecnológicos que potencian el acto humano, y la del creador de una silenciada novela distópica que nos advierte sobre la desmesura de nuestras creaciones instrumentales. Tal como se deduce de estas consideraciones y de la obra del propio Verne, la necesaria crítica que realicemos sobre los complejos significados y sentidos de la actividad tecnocientífica no debe llevarnos a la falaz y riesgosa idea de que podríamos regresar a algún idílico pasado pretecnológico.
¹ Verne, J. (2018). París en el siglo XX. Madrid: Akal, pp. 31-32.
² Gondolo della Riva, P. (1997). Prefacio. En J. Verne, París en el siglo XX. Santiago de Chile: Andrés Bello, pp. 12-13.
³ Verne, J. (2018). París en el siglo XX. Madrid: Akal, pp. 33-34.